Mirador
Armando Fuentes Aguirre
Perro era un perro. Se llamaba así: Perro. Su dueño nunca le puso nombre, quizá porque él mismo apenas lo tenía. La gente le decía Juan, pero nadie, ni él mismo, sabía cuál era en verdad su nombre.
Vivía Juan en un cuartucho de un terreno baldío cuyo dueño le permitía por caridad vivir ahí. Todo el barrio era de Juan y Juan pertenecía a todo el barrio. Para lavar el coche estaba Juan. Para cortar el césped, Juan. Para cargar cosas, Juan… Y ahí iban Juan y Perro, y allá venían Perro y Juan.
Se fue haciendo viejo Juan, y con él envejeció Perro. Un día Juan murió. Los vecinos se reunieron y contrataron el sepelio. Algunos acompañaron a Juan al camposanto. Perro los miraba, inquieto, y buscaba entre ellos a Dios. Es decir, a Juan.
Quizá porque no lo encontró decidió morir él también. Un día los niños que iban a jugar en el terreno lo encontraron sin vida. Cavaron en un rincón un pozo y lo pusieron ahí con una tosca cruz en la que escribieron su nombre: Perro.
Los niños del barrio recuerdan siempre a Juan y a Perro. Y ser recordado por los niños es muy bueno para cualquier perro. Y para cualquier Juan.
¡Hasta mañana!...